Al descubrir lo que
verdaderamente somos,
el creador del mundo
se queda por
un momento callado.
Entonces, percibimos
claramente y en silencio
la no dualidad espontánea
de la dicha y la alegría.
Todo está,
pero sin llegar
a ser nada.
Poco importa entonces
el nombre del juego,
si de jugarlo se trata.
Ni saberlo real o ilusorio,
le añade o le quita nada.
Pues sigue su curso él solo,
desplegando en cada gesto
sus innumerables maravillas.